Tania,
una compañera, comparte su historia sobre la violencia médica que sufrimos las
mujeres a manos de ginecólogxs. La falta de control sobre nuestros cuerpos y el
abuso de intervenciones y medicación, hacen de su tratamiento paternalista una
situación de abuso y maltrato. No somos úteros perfectos, tenemos cicatrices de
nuestro paso por el mundo y queremos denunciarlas.
Tengo 32 años, la
primera vez que fui al ginecólogo tenía 21, fui sola al mismo médico que
atendió a mi madre cuando me dio a luz a mí. Quería que me diese la
píldora, porque había “estrenado” novio y los condones parecían ser un problema
para él y su pequeña. Asumí la responsabilidad de hormonarme (que por entonces
no comprendía) para mejorar el tema.
Me recibió la
enfermera y amablemente me dejó en la sala de espera. Aquella sala estaba
plagada de imágenes de maternidades, neonatos, etc. No tenía que ver mucho
conmigo y mis 21, así que ojeé las revistas del corazón y de decoración del
hogar que rebosaban el revistero.
Llegó mi turno, entré
en la oficina del doctor y me hizo una serie de preguntas sobre mi vida sexual,
mi menstruación y el motivo de mi consulta. Finalmente me hizo pasar a la sala
donde me esperaba el aparato-camilla, la enfermera me dijo que me desnudara
completamente y que me pusiese una bata y unas fundas en los pies. Como una
astronauta medio en pelotas me subí a la silla y coloqué las piernas en los
soportes. Apareció el doctor, aquel hombre de la edad de mi padre se sentó en
un taburete con la cabeza entre mis piernas y la enfermera a su lado. Hurgaron
durante un rato en mi cuerpo y me dijeron que me vistiese.
Volví a la oficina de
aquel hombre. Me dijo que había un problema, había varios bultos en mi útero
que podían ser tumores benignos, tumores malignos o un embarazo extrauterino.
Iban a operarme, pero antes debería ponerme una inyección que evitaría mi
menstruación durante los tres meses previos a la operación. Me dijo que sería
una pequeña menopausia para evitar que me desangrase en la operación, si perdía
demasiada sangre deberían vaciarme.
Después pagué las
12.000 pesetas de la consulta y la citología y me metí en el ascensor.
Al salir del portal
me senté a fumar uno de aquellos primeros cigarros y lloré en la estación de
autobuses de enfrente, viendo cómo de repente el mundo se me caía encima y
entendí que aquello de tener hijos quizá no sería una opción para mí… jamás
había pensado nada sobre el tema que acababa de explotarme en la cara.
Pasé por una
miomectomía en la que se me extirparon 7 miomas, nada malo por lo que decían.
Aquella mini-menopausia había sido un infierno de 3 meses de subidones de
calor, rubores incomprensibles y mala hostia. Mi útero había quedado lleno de
costuras, pero me prometieron que la cicatriz de fuera no se vería con el biquini.
Me dieron la píldora,
que podía contribuir a que no saliesen más miomas. Al año siguiente volvía a
tenerlos. Durante estos años he pasado por otros 6 o 7 médicos (privados, he
comprobado que los de la SS me meterían en el quirófano de cabeza), y he
escuchado cosas como “sería prácticamente imposible gestar un feto en un útero
que es como un saco de patatas” (esto me lo dijo una sensible ginecóloga, en la
que había puesto la esperanza de encontrar algo más de empatía). Los miomas
siguieron plagando mi útero hasta dejarlo como un racimo de uvas (otra de las
metáforas médicas), asique los médicos empezaron a insinuarme la histerectomía.
Finalmente, di con un
doctor especializado en el tema que me dijo que nunca podrían saber la
capacidad de mi útero sin antes haber intentado un embarazo, por lo que la
opción de la histerectomía que me habían ofrecido los últimos 3 ginecólogos
quedaba descartada. Eso sí, insistió en que debería ir pensando en quedarme
embarazada cuanto antes…
Mi vida no estaba
preparada para esa opción tampoco, es más, de haberme quedado embarazada en ese
momento (cosa que evitaba con anticonceptivos de barrera) creo que habría
abortado.
En este momento, con
32 años y un útero del tamaño de un coco de los grandes, sigo teniendo presente
la opción de la histerectomía (cualquier ginecólogo de la SS me lo “ofrece”),
pero también la de intentar un embarazo (muy difícil) con la persona indicada o
yo sola. Por otra parte, en este país la maternidad subrogada es un delito para
las que no tenemos una cuenta en el banco de más de 4 o 5 cifras. La adopción
es prohibitiva para una cuenta corriente como la mía y gracias a los cambios
recientes en las leyes del estado español, la SS no financia mi inseminación
artificial.
Por otra parte, soy
feminista y estoy un poco cansada de ver cómo muchas de mis compañeras adoptan
la imagen de un útero perfecto y sus ovarios como símbolo, (que sí, que lo
entiendo y sé que por suerte mi caso no es el habitual). Pero
independientemente de su útero, de sus pechos o incluso de sus cromosomas, una
mujer tiene derecho a sentirse parte de su propia lucha y que ésta no lleve la
imagen de un órgano por bandera. Mi cerebro se alberga en mi cráneo, no en mi
entrepierna ni en mi pelvis.
Durante esta década
de consejos sobre qué hacer con mi cuerpo y comparaciones y metáforas más o
menos creativas, he entendido que ser una paciente en una consulta ginecológica
implica en muchísimas ocasiones ser infantilizada, tomada por ignorante, por
lectora de revistas del corazón e interiorismo, compadecida o incluso
humillada. Cosa que se extiende a otros muchos ámbitos.
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